Un evangelista del olor predica en plena pandemia
CAP DE CREUS, España — De todos los que desean un rápido fin a la pandemia, pocos tienen motivos tan centrados con lo olfativo como Ernesto …
CAP DE CREUS, España — De todos los que desean un rápido fin a la pandemia, pocos tienen motivos tan centrados con lo olfativo como Ernesto Collado, un actor que ahora se dedica a crear fragancias cuyo taller está en un pueblo en la esquina noreste de España.
La pandemia trajo cubrebocas, que limitaron el sentido del olfato de la humanidad, “lo sublime que está justo aquí”, como dice Collado. Y trajo la posibilidad de que el virus pudiera dejarlo impedido de oler, lo que le sucedió fugazmente hace años y le causó una suerte de crisis existencial.
Luego está el asunto del futuro de sus expediciones olfativas, de las que ha sido pionero en su natal Cataluña y que, por un momento, también parecieron estar en riesgo.
Los tours habían vuelto, por ahora, y Collado se encontró hace poco con un grupo que lo siguió hasta lo alto de una loma en Cap de Creus, un promontorio rocoso encima de un mar azul profundo unos 24 kilómetros al sur de Francia. Se detuvieron en un arbusto de romero salvaje, donde aplastó una rama entre sus manos y le dijo a los visitantes que inhalaran.
“El olfato va directamente a la emoción, tú te pones a llorar y es que no lo entiendes”, explicó Collado mientras los demás se inclinaban hacia él. “El olfato tiene este poder que no tienen los otros sentidos, y aprovecho para deciros que el olfato es molecular, es decir, va a la esencia de la esencia”.
Collado apuntó a un hombre sentado junto a él. Una brisa cálida del acantilado movió de pronto millones de moléculas entre ellos.
“Cuando yo lo huelo a él, en realidad yo aquí estoy, entrando en un nivel de intimidad mucho mayor que si él y yo nos acostábamos”.
La costa rocosa donde caminaba y filosofaba el perfumista, es más conocida como el telón de fondo de las pinturas surrealistas de Salvador Dalí, y Collado, a su manera, se ve como un artista que también lidera un movimiento. Intenta recuperar lo que llama “cultura olfativa”.
“¿Qué planta es esa?”, preguntó una mujer que iba pasando.
Collado se encontraba frente a un arbusto desaliñado de olor terroso y fresco. Les encantaba, dijo, a los monjes de Sant Pere de Rodes, un ruinoso monasterio en el cabo que lo añaden a su té.
Era sauzgatillo, también conocido como “árbol casto”. Qué ironía, dijo Collado, porque también se trataba “tal vez de la planta aromática con más poder afrodisiaco en toda la cuenca del Mediterráneo”.
La mujer jaló unas hojas y se las dio a su marido. “Cógelas”, le dijo.
Al mundo, piensa Collado, no le faltan olores. Le faltan olores auténticos. Chanel No. 5, que debería evocar la rosa y el jazmín, también lleva compuestos sintéticos. Pocas personas, se lamenta, conocen el verdadero aroma a vainilla, pues solo tienen el sabor artificial.
“Nunca hemos tenido tantas fragancias alrededor”, dijo Collado en su casa una tarde. “Pero al mismo tiempo, no tenemos idea de a qué huele la vida en realidad”.
Para Collado, esto tiene que ver con el hecho de que, a diferencia de lo que llamó nuestros sentidos más “privilegiados”, como la vista y el oído, el olfato ha sido dejado de lado, “denigrado absolutamente durante siglos porque el olfato nos recuerda que somos simplemente animales”, dijo.
Se lanzó a dar una breve historia del olor: cómo la raíz de la palabra “perfume” significa “humo” en latín, una referencia que cree que se refiere al enebro que quemaban los hombres primitivos en las cavernas; el modo en que la colonización del Nuevo Mundo inundó Europa de los aromas antes desconocidos del café y el chocolate y cómo las pestes de Londres y París en la Revolución industrial marcaron un punto de inflexión.
“Vino esta súbita obsesión con la esterilización y la desinfección”, dijo, y añadió: “ahora todos deben oler absolutamente neutro”.
Collado ha intentado crear aromas del mundo real en su taller de fragancias, donde se inspira de la naturaleza catalana. El nombre de su empresa, Bravanariz, sugiere una nariz valerosa.
En parte tienda y en parte laboratorio, se ubica en la planta baja de su hogar en un pueblo pedregoso, Pontós, al norte de Barcelona. Hay botellas de colonia y bateas de líquidos oleosos, pero, por favor, no hay que llamarlos “perfume”.
“Son capturas olfativas”, dijo Collado, mientras olfateaba.
Si Dalí pintó relojes derritiéndose con estos mismos paisajes de fondo, Collado ha hecho del olor de este panorama su arte. Cosecha heliantemos, un arbusto mediterráneo de pétalos blancos y hojas perennes. Hace tinturas de hinojo marino, una planta comestible de punzante aroma salado que recuerda al mar.
Mezcla estos y otros olores para producir Cala, la fragancia que comercializa.
Las algas podridas que recoge de la orilla del mar y la resina prensada del lentisco, un árbol mencionado en Don Quijote de la Mancha, también son parte de su búsqueda de aromas locales.
“Sus fragancias te golpean aquí”, dijo Juan Carlos Moreno, un perfumista aficionado, y se golpeó fuerte el pecho.
Moreno cuenta que lloró la primera vez que olió una de las fragancias de Collado. Era Muga, un olor que, según sus materiales publicitarios, podrían causar “sentir el zumbido de las abejas y la silenciosa sexualidad del romero, la siempreviva, el tomillo y el cantueso”.
Ernesto Collado creció escuchando a su abuelo José Collado Herrero contar relatos sobre perfumes. Collado Herrero formuló uno de los perfumes más vendidos en España a principios del siglo XX. Pero el nieto primero se hizo conocido como actor televisivo y director de teatro.
El momento clave fue cuando Collado empezó a experimentar fantosmia, una condición también conocida como alucinación olfativa. Perdió la capacidad para oler todo excepto un único aroma desagradable que parecía invadirlo todo, incluso a sus hijos.
Le dijeron que tendría que reaprender a oler con la práctica, como un paciente de un derrame aprende a hablar otra vez.
Empezó con una rama de romero.
“Durante dos o tres semanas, nada”, dijo. “Pero un día el olor llegó a mi cerebro, y de inmediato me transporté a la infancia, como si me hubieran golpeado en la cara”.
Collado se entrenó para oler otras plantas cerca de casa. Fue el inicio de una obsesión que no solo lo llevó a mezclar sus propias fragancias, sino también a convertirse en algo así como un evangelista de la nariz en sí.
Una calurosa tarde de verano, Collado andaba en otro paisaje cuyo olor quería capturar.
En este campo, que se extendía a las faldas de los Pirineos, había lavanda española y romero, empleadas para las “notas de salida” de sus aromas, lo que hueles cuando te acabas de poner una fragancia. Luego estaba la siempreviva, que integra las “notas de corazón”, cuyo olor se queda cuando se van las primeras. Una planta llamada jara, que los agricultores desbrozan, era lo que los fabricantes llaman “fijadora” y que se usa para disminuir la tasa de evaporación.
Agarró un hato de hojas secas y las aplastó entre sus palmas.
“Formulo con mis manos y lo que tengo aquí casi es un perfume”, dijo al ofrecer las hojas para una bocanada.
Su enfoque, dijo, es exactamente lo contrario a lo que hacen la mayoría de los perfumistas. Aíslan los olores y crean algo artificial. Él los combina y acepta todos los olores extraños.
“El porqué hago esto es porque no hay nada más complejo que la naturaleza”, dijo. “Debemos ser complejos, pero tenemos un problema aceptando la complejidad y la contradicción en nosotros mismos”.
Roser Toll Pifarré colaboró con reportería desde Barcelona.
Nicholas Casey es el jefe del buró de Madrid, que cubre España, Portugal y Marruecos. Pasó una década como corresponsal en América Latina y Medio Oriente y escribió sobre política estadounidense durante la campaña presidencial de Estados Unidos de 2020. @caseysjournal